Morir desde los bordes, el mundo afuera deshaciéndose, la precariedad izando bandera, lo tangible tentando a quedarse, pero inútil; por olvidado, de tan abandonado en un rincón de los sucesos de la piel.
Cuando llegó a mí ya estaba muerto.
Había sido abandonado por el aliento vital en que se sostiene la vida.
Quedaba en él algo parecido a la porfía que le permitía moverse.
No quedaba mucho. La sonrisa como una mueca y todo en él era como si, como sicaminara, como si comiera, como si cogiera, pero ya había perdido, estaba abandonado a esa no existencia, pero yo quise quedarme y mirar, ver como eran sus pasos antes de que viniera la barca. Y me quedé a ver aunque la suya no era mi muerte, y él sería el único pasajero aceptado para ese viaje.
No podía ser de otra manera, no era en mi memoria que resucitaría, no me correspondía
a mí tejer su sudario, ni ser la que le llorase. Por esa vez sólo fui testigo, pero le di su último beso.